Lo que más espanta del horror es la inmutabilidad.

VENEZUELA | Por Ayelén Correa – Lo que más aterra de un hombre muerto incendiado en el suelo no es el hombre muerto sino el vivo que mientras tira cosas encima del cadáver, arenga: -“¡Sí que eres flojo!”-.

Lo que más aterra de un hombre desnudo, golpeado y maniatado en la vía pública a plena luz del día, no es ese hombre indefenso. Es la decena de hombres y mujeres a su alrededor inmutables, pensando qué ángulo es mejor para tomar la foto del secuestrado o qué van a comer a mediodía.

Nos enfrentamos ahora a la naturalización y justificación de la violencia, una violencia que por sus objetivos, se convierte en sentimiento y herramientas de aniquilación de la alteridad.

Lo otro, lo diferente, lo rojo, lo negro, lo popular, como ícono del chavismo, del gobierno y del proceso llamado “Revolución Bolivariana”, ha pasado a ser también el símbolo de lo odiable, ha logrado instalar un desprecio social por las personas que están identificadas o que asumen una identidad con esos códigos. Es una forma de fascismo, que luego de casi dos décadas de trabajo intelectual, encuentra sus resultados en personificaciones colmadas de resentimiento social y de clase. Una forma de fascismo social, que aunque no posee el aparato militar del Estado venezolano, sí tiene años de ensayos de guerra irregular con participación de grupos paramilitares, incluyendo la ocupación y control territorial.

A estas horas, es uno de los fenómenos más graves que está enfrentando el pueblo venezolano, porque mientras esa violencia expresiva hacia el significante “chavismo” se hace más cotidiana que extraordinaria, el miedo se apodera de algunos y la ira se apodera de otros.

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